martes, 27 de abril de 2010

Experimento Imagin-a VI: Ludwig II el rey loco. Ejercicio creativo Petición y demanda

Por Pepe Martínez Sirvent (de su viaje a Baviera y Austria), para Imagin-a

El rey Luis II de Baviera, llamado el rey loco, más despreciado que admirado, tiene reservado un sitio en la historia, aunque sólo sea por haber demostrado que el sueño de la razón no siempre produce monstruos. Un príncipe italiano dejó constancia de su paso por el mundo en cuatro elegantes horas de celuloide y en nuestros días un puñado de impresionantes castillos nos dejan asomarnos a sus soledades.
Coronado a los diecinueve años, protector de artistas y admirador de la tecnología de su época, creyó perseguir un ideal: El reinado absoluto emanado del Cielo con el propósito único de llevar la felicidad al pueblo, despreciando cualquier otro condicionamiento político.
Sin embargo, descubrió muy pronto que su tiempo no era como a él le hubiera gustado. Primero, la guerra, que no fue heroica, sino terrible, y le devolvió enajenado a su hermano Otto, que terminó sus días aullando en un psiquiátrico. A continuación, tuvo que resignarse a ser el títere de gobernantes más poderosos. Luego, todos aquellos a los que creyó amar le decepcionaron. Su prima la emperatriz Sissí, de confitada recreación en otras versiones, demostró tener más cintura para la conspiración; el gran Richard Wagner, al que consideró un santo, sólo se aprovechó de la influencia que su cercanía le otorgaba. Finalmente, el Rey se hastió de la realidad, y constatando que no había nada de platónico en ella, decidió construirse su propia caverna al margen de los otros.  
 Ahogado por su propio afán de trascendencia, en su figura se plasma el eterno conflicto entre la realidad y la fantasía, los ideales elevados y los bajos instintos,  el deseo y la decepción de conseguirlo, la sensatez y la ira; en síntesis, entre la búsqueda (equivocada) de la felicidad y una inmensa tristeza.
Luis II pretendió ser un rey de cuento en un tiempo de pragmatismo, y su vida estuvo marcada por el convencimiento de haber nacido en una época equivocada, cuando en realidad los ideales a los que aspiraba no eran de ningún siglo. Su profunda admiración por el medievo germánico o por la corte versallesca del rey Luis XIV era en realidad la admiración del romanticismo decimonónico por un pasado legendario, profundamente estilizado e idealizado, edulcorado hasta la náusea y alejado de cualquier rigor histórico. Su intento de reconstruirlo se convirtió en una obsesión y dilapidó una inmensa fortuna en crear paraísos artificiales. Estos lugares, admirados hoy por millones de turistas, dejan entrever, debajo del oropel y del espectáculo a lo parque temático, que tienen más de artificial que de paraíso.  
Luis, sin embargo, nunca cejó en su frenesí constructor, enfrentando una y otra vez la imposibilidad de ver sus creaciones tan perfectas como las había imaginado. Incapaz de disfrutarlas, encadenaba un proyecto con otro y empezaba una nueva construcción sin haber acabado la anterior.  El problema fue que contaba con los recursos y los aduladores necesarios para conseguirlo. Nadie nunca le dijo que no, aunque todos conspiraron en su contra. Así, el joven rey que veía satisfechas todas sus demandas nunca encontró sosiego, fue terriblemente infeliz, y siempre estuvo solo.

Personaje atormentado y de compleja personalidad, fue declarado loco y recluido en un pequeño castillo a orillas de un lago, dónde murió ahogado a los pocos días en extrañas circunstancias, alimentando así su propia leyenda. Sus últimos días y su muerte, fuera un suicidio o un asesinato, fueron la parte de su vida más coherente con lo que él aspiraba a ser, con el ideal romántico que le subyugaba. Curiosamente, una vez desposeído de todo su poder de decisión, prisionero y pobre, con auténticas razones para su desdicha, atisbó quizás un reflejo, momentáneo y fugaz, de su propio arquetipo.